miércoles, 4 de marzo de 2009

I.

Tengo un amigo que tiene un raro talento. Está en el límite de las cosas, siempre. Su trabajo implica suficiente responsabilidad para determinar en alto grado y de manera enfadosa su conducta la mayor parte del día. Trata con gente. Tiene parientes y amigos. Y proyectos que no caben en la categoría de las responsabilidades, pero a los cuales aplica una seriedad semejante o mayor, así sea en las interminables fases anteriores a la acción.

Todo esto es normal. Pero mi amigo I., a diferencia de la gente que conocemos, sabe dejar en cada acto, o así parece a quien lo observa algún tiempo, una sensación de incredulidad que matiza los hechos. Acaso se piense que este arte es común y por lo tanto grosero. Pero no hablo del desprecio con que la empleada de la tienda de conveniencia malgasta las horas frente a los clientes: hablo del talento de quien lleva a cabo las más arrogantes hazañas sólo para gozar el placer de sentirse capaz de echarlas a perder. No sé cuándo perdió la satisfacción del éxito. Pero es clara la felicidad que le causa haber alcanzado lo que considera una satisfacción mayor. Ah, I. Lo quiero a pesar de todo. Y tal vez más que antes. Porque ahora que menos interés miro en su rostro cada vez que ejecuta con suficiencia cualquier tarea, me parece que es sincero, y que no necesito hablarle ni verlo más para saber que está bien.