viernes, 20 de junio de 2008
Lo que pasó en el bosque
Ah, en el tiempo en que las víboras vivían todavía bajo la tierra hubo una muchacha de nombre Clarita. Tenía una casa en un pueblo industrioso y anónimo en medio del bosque. Clarita, que gozaba locamente desde un peñasco las vistas de la sierra, solía encontrar en sus caminatas objetos que servían para adornar su casa. La hacía feliz colocar las piedras y las flores, y los insectos y los mapaches vivos, y otras cosas alegres que buscaba o llegaban a ella por casualidad. Pero se aburría de la decoración, y a veces simplemente estaba en su casa, escuchando la vibración del pueblo mezclada con el rumor del bosque que conocía muy bien. Entonces le llegaba la sensación de poseer los objetos a su alrededor, como si la costumbre de tenerlos cerca los hubiera vuelto parte de un cuerpo suyo que estaba más allá de ella. Había una mesa, habituada al mismo lugar, que Clarita veía ahora como una prolongación de la pared, pero más bien como la forma que tenía ese sitio de la casa; y Clarita sabía (se daba cuenta de que lo sentía) que si la mesa no estuviera, ya no podría decir: ahí. No existiría el lugar, y la casa dejaría de ser la misma, como la niña con la que jugó aquella tarde nublada, tiempo atrás, cerca del río, donde las ranitas corrían huyendo de ellas, ya no era la misma. Pero no era un buen ejemplo, porque lo de la mesa realmente le dolía a Clarita, y lamentaba un poco darse cuenta de ello, pero no tanto, porque muy pronto se aburría y recordaba cuánto le gustaba pensar en alguna cosa incomprensible que le venía a la memoria, sin más.
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