jueves, 30 de agosto de 2007

El que se llama JLB

JLB está viejo. Lo sé porque lo he visto. Ha consagrado su vida a provocar furor en las mujeres imaginables de Monterrey y alrededores con su sentido del ritmo tropical, pero no ha perdido la ocasión de recordar a quien quiera oírlo las inobjetables virtudes morales y poéticas, ambas notables (y las primeras, sobre notables nunca vistas) de un hombre como Oscar Wilde.

Que esté viejo es lamentable porque (como señaló acertadamente la Flecha, no sin la maldad con que suele decir las cosas) de la gloria de los bailes masivos ha pasado una década después a protagonizar la variedad de los lupanares que dan, además de transacciones vigorosas, el sello de identidad a nuestra ciudad querida. Pero que esté viejo es conmovedor y es hermoso porque lo ha llevado a decir que, aunque solía creer (siguiendo la opinión de su compadre Fernández) que la belleza era privilegio de pocos, ahora se contenta con admitir, no con humildad sino con paz, que es posible encontrarla tanto en las pláticas callejeras como en las páginas del escritor mediocre. Acto seguido comentó con sonrisa de viejito que, no pudiendo ser otra cosa, su lectura del I Ching es un acto de fe. Lo mismo podría decirse de la decisión que nos llevó a mí y a la Flecha a tomar unas cervezas y cigarros y citas necesarias en el centro social donde esa noche lo vimos cantar con convicción sorprendente.

lunes, 20 de agosto de 2007

Sobre las mismas cosas corrientes

Lo terrible de un fantasma no es su aparición sorpresiva. Un fantasma puede aparecer sin provocar sobresaltos. Lo terrible de un fantasma, y más aún en esos casos, es que aparece otro día. Borra la certeza primera de que ya cumplió el ciclo que le correspondía al dejarse ver y marcar los ojos de quien lo ha mirado, para abandonar poco después su afán de vivir. Aparece otro día. Otro. El fantasma no es la imagen que ingresó de algún modo en la casa y parece haber elegido los sitios que lo hacen sentir más cómodo. El fantasma es una pregunta que ha cobrado vida, del mismo modo que el tallo de una enredadera que en un principio no parecía sino la ramita más triste de un manojo de cilantro. Quiere hacerme saber que le gusta esta casa, que es suya, que no le interesa de quién se supone que sea. Prefiere la compañía de las persianas y los colores fríos, los momentos menos ruidosos pero no el silencio absoluto. Cada vez está más seguro de sí, y cree que gana autoridad en cada encuentro. Todas estas ideas innecesarias son la personalidad de alguien que hasta hace poco no era.

martes, 7 de agosto de 2007

Sobre cosas corrientes

Jorge está trabajando. Su mirada en la pantalla de la computadora. Ha pasado mucho tiempo. En la pared una ventana que mira al exterior. Afuera de la casa hay un fantasma. Jorge escribe y lee en la pantalla. Se cansa, y a ratos cierra los ojos y levanta la cara hacia el techo: este trabajo nunca va a acabar. Si se siente harto se incorpora, camina por el cuarto, piensa con preocupación en las tuberías de agua rotas que no han sido descubiertas, vuelve a sentarse. Al hacerlo nota que el fantasma está detrás de la ventana. En realidad apenas lo ve, lateralmente. Reanuda sus tareas: escribir y leer. Trabaja sin aumentar la velocidad, sin que varíe el interés. En algún momento se hace tarde, y viajar del escritorio a la cama le trae la recompensa de un sueño envuelto en otros pensamientos.