Lucio se levanta temprano. Ha soñado una trompeta que dispara. Y despertando ha visto el viento golpear la ventana. El sueño lo engañó, piensa. El sonido es real, pero su causa y su sentido es otro. Una instantánea fantasía le dio una explicación para ese ruido, y ahora, despierto, dedica poco tiempo a entender que no hay trompeta ni disparo.
Lucio vive en una casa, y dedica poco esfuerzo a comprender la razón de que así sea. Ayer la cerca se cayó, porque hace viento en esta época, y un ventarrón la ha derribado. Se levanta temprano, y dedica poco tiempo a comer y va a arreglar la cerca. Tardará un mes, o dos meses. Cuando uno lo ve, uno quiere pensar que él, sumido en la fuerza del martillo y en la utilidad de la madera, no piensa en otra cosa que en el acto en desarrollo de levantar la cerca. No parece haber en él otro pensamiento. Habrá más sueños en la noche, porque siempre son otros. Poco tiempo dedica a eso.
sábado, 14 de noviembre de 2009
miércoles, 4 de marzo de 2009
I.
Tengo un amigo que tiene un raro talento. Está en el límite de las cosas, siempre. Su trabajo implica suficiente responsabilidad para determinar en alto grado y de manera enfadosa su conducta la mayor parte del día. Trata con gente. Tiene parientes y amigos. Y proyectos que no caben en la categoría de las responsabilidades, pero a los cuales aplica una seriedad semejante o mayor, así sea en las interminables fases anteriores a la acción.
Todo esto es normal. Pero mi amigo I., a diferencia de la gente que conocemos, sabe dejar en cada acto, o así parece a quien lo observa algún tiempo, una sensación de incredulidad que matiza los hechos. Acaso se piense que este arte es común y por lo tanto grosero. Pero no hablo del desprecio con que la empleada de la tienda de conveniencia malgasta las horas frente a los clientes: hablo del talento de quien lleva a cabo las más arrogantes hazañas sólo para gozar el placer de sentirse capaz de echarlas a perder. No sé cuándo perdió la satisfacción del éxito. Pero es clara la felicidad que le causa haber alcanzado lo que considera una satisfacción mayor. Ah, I. Lo quiero a pesar de todo. Y tal vez más que antes. Porque ahora que menos interés miro en su rostro cada vez que ejecuta con suficiencia cualquier tarea, me parece que es sincero, y que no necesito hablarle ni verlo más para saber que está bien.
Todo esto es normal. Pero mi amigo I., a diferencia de la gente que conocemos, sabe dejar en cada acto, o así parece a quien lo observa algún tiempo, una sensación de incredulidad que matiza los hechos. Acaso se piense que este arte es común y por lo tanto grosero. Pero no hablo del desprecio con que la empleada de la tienda de conveniencia malgasta las horas frente a los clientes: hablo del talento de quien lleva a cabo las más arrogantes hazañas sólo para gozar el placer de sentirse capaz de echarlas a perder. No sé cuándo perdió la satisfacción del éxito. Pero es clara la felicidad que le causa haber alcanzado lo que considera una satisfacción mayor. Ah, I. Lo quiero a pesar de todo. Y tal vez más que antes. Porque ahora que menos interés miro en su rostro cada vez que ejecuta con suficiencia cualquier tarea, me parece que es sincero, y que no necesito hablarle ni verlo más para saber que está bien.
viernes, 20 de junio de 2008
Lo que pasó en el bosque
Ah, en el tiempo en que las víboras vivían todavía bajo la tierra hubo una muchacha de nombre Clarita. Tenía una casa en un pueblo industrioso y anónimo en medio del bosque. Clarita, que gozaba locamente desde un peñasco las vistas de la sierra, solía encontrar en sus caminatas objetos que servían para adornar su casa. La hacía feliz colocar las piedras y las flores, y los insectos y los mapaches vivos, y otras cosas alegres que buscaba o llegaban a ella por casualidad. Pero se aburría de la decoración, y a veces simplemente estaba en su casa, escuchando la vibración del pueblo mezclada con el rumor del bosque que conocía muy bien. Entonces le llegaba la sensación de poseer los objetos a su alrededor, como si la costumbre de tenerlos cerca los hubiera vuelto parte de un cuerpo suyo que estaba más allá de ella. Había una mesa, habituada al mismo lugar, que Clarita veía ahora como una prolongación de la pared, pero más bien como la forma que tenía ese sitio de la casa; y Clarita sabía (se daba cuenta de que lo sentía) que si la mesa no estuviera, ya no podría decir: ahí. No existiría el lugar, y la casa dejaría de ser la misma, como la niña con la que jugó aquella tarde nublada, tiempo atrás, cerca del río, donde las ranitas corrían huyendo de ellas, ya no era la misma. Pero no era un buen ejemplo, porque lo de la mesa realmente le dolía a Clarita, y lamentaba un poco darse cuenta de ello, pero no tanto, porque muy pronto se aburría y recordaba cuánto le gustaba pensar en alguna cosa incomprensible que le venía a la memoria, sin más.
viernes, 23 de mayo de 2008
Estación
Pedro era un hombre tendido en la arena del solar. Un día caminó y llegó a la estación. Subió al autobús y le sonrió al paisaje. A la mitad del trayecto pensó. (Pequeño árbol en mitad de una laguna, desde la carretera, alegra los ojos, anima el pensamiento.) Respiró el aire de un lugar nuevo. Se encontró de pie sobre la arena, de frente al mar. Quedó tendido como en un principio, sintiendo en las manos la identidad de la arena, la misma donde había despertado, ahora tendida donde pronto la cubrirían las olas.
jueves, 8 de mayo de 2008
Es oficial: tenemos duendes
Tal vez sólo sea uno. Pero en tal caso sería uno con diversidad de intereses, poco aficionado a la especialización. No pienso en un duende como en una persona: se me ocurre que un duende hace una sola labor, es simple y su creatividad se limita a la renovada ejecución de la misma travesura con variantes más o menos circunstanciales. Me imagino que es una rabieta de carne y hueso. Y no entiendo una rabieta con diversidad de intereses (una rabieta humana?). (Por cierto, hablo de los duendes sin conocimiento del tema, que siempre me pareció, hasta hace poco, o bastante desabrido o ridículo. Mi conocimiento no viene de la literatura ni la ensoñación, sino de la experiencia directa. Por ello hablo de los duendes tal como son, según puedo darme una idea, y no me interesa, a decir verdad, cómo se supone que sean.) Así que éste, en caso de ser uno, sería un duende curioso: se roba una bolsa de nueces; enciende la computadora y huronea entre los archivos, teniendo el cuidado de apagar el cpu, las bocinas y el monitor (no poca cosa, considerando la generalizada proclividad de la población a dejar encendidos los monitores); refunde el libro más pequeño (será porque es el que puede manejar con comodidad?) en el lugar más ingenioso; hace aparecer la bolsa de nueces otra vez en su lugar... Sí, podrían ser varios, y eso incluso explicaría las actividades contradictorias (un duende caótico y otro obsesivo?), pero percibo cierto estilo en esas irritantes maldades que me hace adjudicárselas a un solo autor. Es uno, estoy seguro.
jueves, 24 de abril de 2008
Abril
Entonces conoció el placer de no tener razón. Era algo agradable, porque ahora las cosas resultaban harto distintas. No sabía si mejores, pero que las cosas resultaran distintas era una experiencia para la cual había dejado de estar listo, ahora lo notaba, y le daba a la realidad una vida que no sabría explicar. Luego, sin proponérselo, gradualmente dejó de tener juicio. Y no pensó en ello, pero se diría que si lo hubiera meditado habría dicho: "está bien". (Aunque si se dijera esto, sería porque a veces, para alguien que observa, parece que la realidad es la que mueve los labios, o trae una voz, diciendo mediante las cosas que suceden simplemente, como los movimientos simples de alguien que perdió el juicio, "está bien".) Habiendo conocido el placer de no tener razón, y perdido luego el juicio, hizo lo que naturalmente había de hacer. Juntó cuatro perros que no tenían dueño, a uno lo llamó Razón, a otro lo llamó Juicio, a otro lo llamó Chucho (así se llaman los perros que no tienen dueño), y a otro lo llamó Perro.
jueves, 13 de marzo de 2008
R.
R. sentía un dolor que no podía llamar profundo. Era amplio. Pero lo supo sólo después, mucho después, cuando por alguna razón las causas de su dolor incurrieron en un grado de cinismo tal que las hizo evidentes. No sé si R. supo entonces cuáles fueran esas causas. Lo cierto es que por primera vez notó, y esto era lo importante, que el dolor que sentía no era producido por el objeto en que solía pensar con mortificación. Esta mortificación resultó ser entonces una actitud distinta al dolor mismo, y a su reacción al dolor. El descubrimiento de que eso que llamaba dolor provenía necesariamente de otra parte lo dejó confundido, y por un momento no sintió nada, como si hubiera tenido que levantar los dos pies al mismo tiempo para verificar que ninguna de sus plantas había enlodado el piso del salón. R. pensó que las dos opciones que tenía eran: una, volver a buscar la causa de ese malestar que no localizaba en parte alguna de su cuerpo (aunque lo sentía con el cuerpo), y la otra, tener el valor de reconocer que la experiencia de ese dolor era sólo una entre las maneras de entender las cosas, lo cual lo obligaría a aprender a realizar ahora cada acción de una nueva manera, consecuente con la situación recién descubierta, en la que al levantar las plantas de los pies había realidad, y no había razón para que fuera de otro modo.
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